Ronca la madre de Salam al tiempo que el aire agita las cortinas de la habitación, cerca del techo vuelan algunas moscas tardías buscando donde posar las patas y limpiarse las alas. Con las luces de la calle se iluminan los rincones que sirven de guarida a los alacranes, que temerosos del aire que corre, se mantienen escondidos esperando algúna cucaracha. En estas noches la niña Salam escapa de su pequeña cama y sale al patio a contemplar las estrellas; en el limo que cubre el piso de cemento, la pequeña ha trazado un mapa de constelaciones: por aquí está el viejo de la canasta de pan, más arriba se puede ver la bicicleta con la llanta chueca y al perro de patas cortas, pero en el centro del patio están los bailarines, la constelación más grande y que más brilla en el cielo. Cuando esta aparece la niña se deleita e imita los pasos que le han enseñado Joel y Bruno, los mejores bailarines del barrio San José.
-¡Ojalá pudiera bailar con ellos como Cornelia!- suspira Salam mirando el cielo
Y es que con su vestido morado, el de chaquiras, Cornelia parece una princesa africana. Tiene cuerpo de pantera y cabello de ébano. Dice Joel que moviendose al compás de los tambores y las trompetas, la princesa cambia y es un hada que baila por la selva esparciendo alegría y sonrisas. Salam solo la puede ver bailar en las fiestas de mayo, porque aún es pequeña y no puede asistir al salón; si su madre se enterara de lo que ha planeado todo este tiempo, le llenaría las piernas de moretones. Porque la niña quiere escaparse un sábado de paga y escuchar a la orquesta tocar aquella canción tan bonita que pone a todos a bailar, y bailar junto a Cornelia toda la noche y debajo de sus estrellas favoritas: Los bailarines
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